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No es casual, no. Si Agaete está considerado uno de los pueblos más divertidos de España (no lo digo yo, lo dice hasta la Wikipedia) es, sin duda, por méritos propios. Es el pueblo “que siempre está de fiesta”, es el pueblo de la Bajada de La Rama, el pueblo de las mil y una charangas, el pueblo con una gente siempre dispuesta a lanzarse a la calle de parranda. Sin embargo, Agaete es mucho más que eso, es también un pueblo que huele a mar, que desprende luz y al que dan muchas ganas de ir a pasar un día cualquiera del año. Y, por supuesto, al que hay que llevar siempre a quien viene a conocer Gran Canaria, como pasó esta vez con mi amigo Xavi, que venía de Barcelona.
A medida que te acercas, atravesando ya el puente de El Juncal, Agaete te va recibiendo con un majestuoso paisaje de montañas que recorre los altos del Pinar de Tamadaba hasta la “cola de dragón” (dentro de un ratito te hablo del Risco Faneque) que dibuja el camino que lleva a La Aldea de San Nicolás sobre la costa noroeste de Gran Canaria. Por aquí hay que ir con cuidado, ya que la entrada al puente de El Juncal te recibe con un fuerte golpe de viento (y ni se te ocurra ir mirando el móvil mientras conduces, porque sí, lo haces y no hay que hacerlo, en serio).
Nada más llegar a Agaete yo siempre cumplo con un must, el primer botellín de cerveza. Y para esto siempre elijo una de estas dos opciones: o lo tomo en El Perola, junto a la plaza del pueblo, o me lo bebo en El Cápita, en el Puerto de las Nieves, con una tapa de los mejores rejos fritos que te vas a comer en la isla. También puedes tomarte dos botellines y así conoces los dos lugares, claro está. Todo sea por ampliar el conocimiento.
—¿Tú qué dices, Xavi?
Bueno, esta vez paramos en El Perola, que es el lugar, seguramente, más especial. El Perola viene a ser una de esas tasquitas con encanto, de las que cada vez van quedando menos en la isla. Mobiliario de madera, suelo de madera (la que deja entrever la capa de cáscaras de los maníes que te regala el dueño con cada cerveza) y estanterías hasta el techo con milenarias botellas de ron de la tierra.
Esta taberna está regentada por Pepe “El Perola”. Si no lo conoces, te va a parecer que Pepe vive enfadado. Cuando ya lo conoces un poco mejor, lo sigues pensando igual, pero te das cuenta de que es un picarón y que -esto es algo que yo pienso con absoluta certeza- no es más que una careta para tener a los habituales del local controlados:
—¡Aquí no se toca la guitarra! –explica por 5ª vez, aun sabiendo todos que le encanta una buena parranda.
Pues así fue que en El Perola cayó un botellín (es importante aclarar que “un botellín” es una medida irreal, porque siempre son dos) con una ensalada de tomate y cebolla de Gáldar y una ración de conejo frito. Y es que son muchos los que piensan que este es solo un bar divertido, pero la realidad es que ¡qué bien se come en El Perola!
Se sorprendía Xavi de que le hubiera tocado un día tan bueno en Agaete para poder bañarse, así que tuve que recordarle eso de que Canarias disfruta del mejor clima del mundo y que poder bajar al Puerto de las Nieves a darse un chapuzón en pleno invierno es bastante normal.
Así pues, toalla en mano, fuimos directos a la zona de la playa de las Nieves que queda a la izquierda del muelle antiguo, desde el que saltan los niños (y no tan niños) al agua o lanzan sus cañas los pescadores.
Hay una cosa que siempre me ha llamado la atención de los turistas que visitan Gran Canaria y es el hecho de cómo reaccionan cuando descubren los riscos que bordean nuestra costa. La mayoría de los que llegan a la isla viene pensando en días tumbados al sol y en las Dunas de Maspalomas, pero no espera encontrarse también con paisajes tan abruptos, tan escarpados, con caídas de tantos metros desde lo alto de la montaña al mar. ¡Exacto! Todo tiene que ver con el origen volcánico de las Islas Canarias, rasgos climáticos y demás, lo que les confiere una orografía muy particular.
—Esa piedra que está ahí, en el agua, delante de la montaña, -le explicaba a Xavi-, es el Roque Partido (el “Dedo de Dios”), que perdió su dedo índice en 2005. Y un poco más allá se ve la playa de Guayedra.
—¿Y aquello? ¿Qué es esa caída inmensa de ahí arriba?
Normal que tuviera los ojos como platos. Xavi acababa de descubrir el majestuoso risco Faneque, el séptimo acantilado más alto del mundo y el tercero de los marinos. Unos imponentes 1.027 metros de precipicio desde la zona del Pinar de Tamadaba hasta acariciar la costa. La vista desde el pueblo de Agaete es alucinante, pero no es comparable con la sensación de estar en la cima. Otro día les cuento cómo se ve la vida desde ahí arriba.
Después de un paseo divertido por el muelle antiguo, sorteando niños acróbatas y pescadores, dimos la vuelta a la otra zona de la playa para recibir la caída del sol sobre los tablones de madera que te permiten poner a salvo tus posaderas de las piedras.
Justo enfrente, el barco que conecta Agaete con Santa Cruz de Tenerife se abría para recibir los coches que iban a emprender el viaje.
—¿Qué? ¿Y si lo cogemos?