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“En el año de San Juan – Del año 49 – Toda La Palma se mueve – Por la erupción de un volcán”. Así comienza la décima que cantaban mis abuelos. Fue esta erupción, la penúltima, la que edificó el corredor subterráneo natural que hoy llamamos Monumento Natural del Tubo Volcánico de Todoque.
Miles son los recuerdos deshilachados que guardo de mis visitas anteriores, a caballo entre la infancia y la adolescencia. En mi entorno cercano adentrarse en ella era una especie de rito de paso, por el que el más atrevido del grupo retaba a los demás. Todos mis contemporáneos, conviene decirlo, fuimos infractores, porque aquellas visitas estaban prohibidas. Pero en aquel entonces no existían ni controles ni infraestructuras, ni ninguna manera efectiva de sostener la prohibición.
Hoy, por fortuna, la cosa ha cambiado. Así que me fui encantado a comprobar el cambio.
De cascos y milagros
La primera en la frente. Literalmente. Stefan, guía de La Palma Outdoor, nos recibe a la orilla de la carretera y nos anima a coger un casco de la fila que despliega sobre el muro. Mis compañeros de grupo, que son todos alemanes, empiezan a elegir y yo decido quedarme con el último.
Noto que las cinchas me quedan anormalmente justas, sobre todo en la barbilla. Pero como soy cabezón en el sentido más amplio de la palabra, tampoco le doy mayor importancia. Craso error: es un casco infantil. Stefan me lo comenta con la mayor de las diplomacias, mientras los alemanes se parten de risa. Sí, han leído bien: alemanes + risa. Imagínense la magnitud de mi ridículo para provocar una reacción tan exótica.
Recuperado apenas de la vergüenza, avanzamos por una pasarela metálica que sobrevuela el campo de lavas como una serpiente gris. Mientras la cabalgamos, Stefan va apuntando las características principales de las pocas plantas que han logrado asentarse en un terreno tan joven: la nicotina del jabobo, las flores blancas del arrebol, el carácter pionero de las vinagreras.
No avanzamos mucho sin volver a detenernos. Nuestro guía nos pide entonces que giremos sobre nuestros pasos para enfrentarnos al recorrido del malpaís sobre el paisaje. Más que ver, intuimos la boca a media altura sobre el barrio de San Nicolás.
Impresiona pensar en el terror de los vecinos, que tras varias semanas de terremotos vieron cómo un río de roca fundida se les venía encima. Fue entonces cuando se produjo el milagro, que el párroco local atribuyó a la Virgen de Fátima. La lava se frenó y se bifurcó, lo que permitió salvar la mayor parte de las casas y la valiosa ermita del siglo XVIII. De ahí el monumento en forma de hornacina blanca que destaca sobre la parte alta del barrio.
La boca de entrada
Crear un tubo volcánico no es sencillo. Para empezar, hace falta un chorro de lava muy fluida y caliente (tipo cordada o pahoe-hoe), que fluya a favor de la pendiente. Si encuentra un barranco u otra depresión longitudinal, el enfriamiento de sus laterales puede llegar a formar un techo, por el interior del cual sigue avanzando la erupción.
En el caso de la Cueva de las Palomas, el acceso se realiza por el hueco creado por el estallido de una burbuja de gas. Es lo que los geólogos llaman una boca de desgasificación, de las que hay en torno a una veintena en este malpaís. Como es lógico, la entrada se ha diseñado para aprovechar la mayor de ellas.
El recorrido es de ida y vuelta, a lo largo de unos 200 metros. Parece poco, pero el baile de sensaciones es suficiente como para sostener sin artificios una visita de dos horas.
Stefan va apuntando y glosando las diferentes estructuras, que a nuestros ojos asemejan los caprichos de un arquitecto enloquecido. Hay enormes abultamientos laterales (provocados por otras burbujas que no llegaron a explotar) así como pasillos que se bifurcan por momentos y repisas que brotan juguetonas de la curvatura de las paredes.
La vida en las profundidades
A dos palmos de nuestras narices, las linternas revelan un mundo de gotas de roca fundida, como embriones de estalactita. Entre sus grietas descubrimos las raíces de las plantas que reconocimos en la superficie, que han llegado hasta aquí buscando humedad.
Hace fresco, pero menos que en el exterior, y escuchamos que este ambiente estable alberga también formas de vida animal. Son los troglobios, invertebrados ciegos y de largos apéndices que ralentizan su metabolismo para exprimir las motas de materia orgánica que aterrizan desde el exterior.
En nuestra visita no descubrimos ninguno, pero sí los restos óseos de las palomas que perecieron en su interior y que dan nombre a la cueva. Algunas de las bocas han sido cubiertas con redes finísimas, que evitan que colonicen de nuevo la zona visitable. Pero no se han marchado muy lejos: a menudo se las ve revolotear por el campo de lavas, despegando desde otras grietas huérfanas.
Aventura y final
El último tramo es el único que exige algo más de nosotros, puesto que aumenta ligeramente el nivel de dificultad. Hay que agacharse un poco, pero ni la oscuridad llega a ser opresiva ni el trazado exige tampoco grandes piruetas. Además, es una zona voluntaria, aunque todos decidimos participar.
Una escalera nos devuelve por unos instantes al exterior, antes de iniciar un retorno sin pausas hasta el punto de partida. Mientras me acostumbro de nuevo a la oscuridad, en los instantes finales del trayecto, pienso en lo mucho que hemos ganado desde mis visitas furtivas.
Vuelvo del Hades después de haber aprendido unas cuantas cosas y la experiencia seguirá mejorando en el futuro cercano. En unos meses se abrirá el Centro de Visitantes, que entre otras ventajas permitirá extender la visita a la vecina Cueva del Vidrio. Más servicios y posibilidades sin restar a la interpretación y a la aventura. Mejor, mucho mejor así.