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El rinoceronte del Jurado
Entre los guías de turismo, mis colegas de profesión, hay una parada clásica en el recorrido por el norte de la isla. La llaman “El rinoceronte” y consiste en detener la guagua a la salida de El Pueblo de Tijarafe, para observar una silueta que, al otro lado de la carretera, recuerda bastante a este animal. El ojo del bicho es una de las juras o juros (agujeros, en la jerga local) que dan nombre al barranco que nos separa de él y que protagoniza una ruta corta pero hermosa que afrontamos una soleada mañana de primavera.
La Espadaña
Esta palabra, hoy casi fósil, designa a la estructura que sostiene la campana de la iglesia de Nuestra Señora de Candelaria. Para los tijaraferos es emblemática, hasta el punto de aparecer en el logotipo del municipio. No lejos, doblando la esquina, está otro de sus rincones más reconocibles: la célebre Calle del Adiós, donde la poetisa canario-cubana Dulce María Loynaz retrató la tristeza de los dolientes que acompañaban a los féretros hasta el cementerio.
El Punto cubano
Esta tradición musical tiene también en Tijarafe su lugar de referencia. Venida, como su propio nombre indica, desde el otro lado del Atlántico, consiste en el enfrentamiento amigable entre verseadores, que riman unos contra otros buscando la complicidad del público. En última instancia, y aunque la melodía es muy distinta, no es tan diferente de lo que los raperos llamarían “riña de gallos”.
Una estatua también cercana a la iglesia recuerda la vigencia de este arte, cuya transmisión parece estar bien garantizada entre las generaciones futuras. Representa a un terceto con el verseador al medio, al que flanquean dos músicos con los instrumentos típicos del género: las claves (dos palos cortos que percuten uno contra el otro) y el tres cubano (semejante a una guitarra compacta con tres cuerdas dobles).
La bajada al cauce
El GR 130, que es el sendero que guía nuestros pasos, desciende poco después de una forma algo abrupta hacia el cauce del Barranco Jurado. Lo hace sobre un empedrado impecable, que a pesar de ser con mucha probabilidad centenario, no ha perdido ni un milímetro de ajuste.
Ya en la umbría del fondo, empezamos a sumergirnos en un festival botánico que justifica, junto a la caprichosa geología, la protección del Jurado como Monumento Natural (en la toponima oficial, sin embargo, se prefiere la variante Jorado). En las fechas de mi visita, las plantas más conspicuas eran los arreboles, unos tajinastes endémicos de La Palma cuyas inflorescencias blancas vagamente cónicas puntúaban los escarpes.
Entre flores y tras enfrentar un ascenso apacible por la ladera opuesta, pronto llegamos al rostro del rinoceronte. Nuestros pasos nos conducen a cruzarlo entre el ojo y el cuerno, asomados sobre un bellísimo balcón que se prolonga hasta el océano. Mirando en la dirección de las aguas, la herida del barranco se hace cada vez más profunda, hasta superar con facilidad los dos centenares de metros de caída.
El broche cervecero
El último empujón de la ruta, por otra parte no demasiado exigente, nos conduce hasta la Cervecería Isla Verde, un lugar más que óptimo para darla por cerrada. De su carta, que tiende a lo internacional, recomiendo encarecidamente cualquiera de sus lasañas y en particular la de setas. Y por supuesto cualquiera de sus cervezas artesanales, que abarcan desde las rubias a las tostadas, pasando por las variedades sin gluten.
Por más que el esfuerzo haya sido leve no es cuestión de renunciar a su justo premio.