Bienvenidos a la codiciada y misteriosa puerta de la Atlántida

El Túnel de la Atlántida, el mayor tubo volcánico sumergido del planeta, forma parte del “reino” de lavas del Volcán de la Corona en Lanzarote, un paraje rebosante de especies únicas e historias reales que parecen leyendas

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La oscuridad alumbra maravillas. Y en pocos lugares del mundo se ha mostrado tan pródiga como en el interior del Túnel de la Atlántida, el mayor tubo volcánico sumergido del planeta. Esta cavidad prodigiosa de Lanzarote es una suerte de matriz de 1600 metros de longitud donde la evolución imagina y crea imposibles en la sombra y compone su particular sinfonía del silencio. Los científicos han descubierto más de treinta especies únicas en esta prolongación submarina del espíritu de misterio y fuego que domina la isla desde su origen.
El relato del Túnel de la Atlántida, una metáfora del propio territorio insular escrita en basalto y aguas oceánicas, carece de final conocido. “Cada vez que uno entra no sabe si se va a encontrar alguna cosa que no se imaginaba que pudiera existir”, explica con indisimulada pasión el biólogo Alejandro Martínez. A él le sucedió, por ejemplo, al descubrir al extraño Megadrilus de Lanzarote, un anélido que no supera los dos milímetros. “Todos sus parientes viven entre los granos de arena de las playas o a poca profundidad. Pero este, sin embargo, es el único que conocemos que es capaz de nadar. Tiene una aleta y unos tentáculos muy largos para recoger alimento en suspensión en la columna de agua, un cambio evolutivo que se relaciona con la colonización del túnel”, explica.

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De un modo casual, pero muy apropiado al tono de esta peculiar historia, Alejandro Martínez y su colega Brett C. González, de la Universidad de Copenhague, concluyeron la redacción de la “Guía interpretativa de los ecosistemas anquialinos de los Jameos del Agua y Túnel de la Atlántida” en plena noche y decidieron encabezar el texto con la siguiente frase: “Y continúan brillando, a través de las oscuras aguas…”.

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Pero, en realidad, antes de la oscuridad se produjo un colosal fogonazo. Ocurrió hace 21.000 años. La tierra se abrió, temblaron las aguas y el diablo hundió una vez más su tridente en la piel quemada de Lanzarote. El Volcán de la Corona exhibe una majestuosidad con la que hace justicia a su nombre mientras contempla un reino de malpaíses, las lavas dramáticas y quebradas que se extienden a sus pies, un conjunto declarado Monumento Natural. Uno de sus ríos de fuego, como una arteria inflamada, corrió hacia el este al encuentro del Atlántico, un surco del que son secciones de una misma unidad la Cueva de los Verdes, los Jameos del Agua y el propio Túnel de la Atlántida, en su origen terrestre al ser entonces el nivel del mar cien metros inferior al actual.

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La Corona posee un cráter como el que dibujaría un niño o una niña. El pintor lanzaroteño Santiago Alemán, otra clase de volcán, acostumbraba a subir con sus sobrinos y sus hijas hasta su cima. “Echábamos allí nuestros buenos ratos, contemplando una vista excepcional antes de bajar por la ladera orientada hacia los Jameos deslizándonos por el rofe”, la ceniza volcánica, “porque ahí ya no había donde agarrarse. Es un sitio para observar, ver y respirar”, comenta. Santiago, en su libro “Tesoros de la Isla”, ha inmortalizado a muchos de los habitantes de este imperio abrasado, entre ellos el lagarto de Haría, otro ser único por obra y gracia de la isla: “Sus tonos azulados se te quedan grabados”.

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A la sombra de la Corona, muy cerca de los caminos que transitó Santiago Alemán, se encuentra la finca familiar de vides antiquísimas que cuida Francisco Lemes. “Aquí hay parras de más de cien años”, asegura con un orgullo tan profundo como las raíces de la planta. A su lado se encuentra el compadre Ricardo Socas, bodeguero de la zona que se vale de las uvas de la variedad malvasía volcánica del predio para elaborar su emblemático vino “La Grieta”, con el que ha obrado el milagro de embotellar su vida. Su abuelo y su bisabuelo trabajaron de medianeros en Alegranza, el más alejado de los islotes del Archipiélago Chinijo, al norte de Lanzarote. “El camino que sube a la caldera de Alegranza lo hizo mi bisabuelo, a hacha y pico. La Grieta la veía cuando iba a pescar con mi abuelo. Es una piedra partida, un trozo que se desgajó en la parte oeste de Alegranza, la más vertical”, especifica antes de abrir una botella y de que el caldo brille como el oro en las copas, encendido por el sol impenitente de una isla donde las historias parecen leyendas.

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“En Lanzarote, todo se esconde”, observó sorprendido el investigador francés René Verneau en su visita a la isla en el último cuarto del siglo XIX. A veces era cuestión de vida o muerte. La Cueva de los Verdes, la misma que hoy visitan centenares de miles de personas cada año, sirvió de escondite a la población local frente a los ataques de los corsarios, de ahí que se hayan encontrado en su interior viejas monedas de plata, anillos y agujas de oro, pendientes y hasta un Cristo Crucificado ricamente labrado. “Existen muy pocos sitios que estén tan vinculados a los principales episodios históricos de Lanzarote, incluyendo más de un milenio de civilización neolítica”, subraya el historiador Mario Ferrer, codirector además del proyecto editorial Ediciones Remotas.

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La Cueva de los Verdes tuvo su propio obrador de utopías en la penumbra. Se llamaba Jesús Soto, “un personaje un tanto lunático, especial y sensible” capaz de pasar varios días prácticamente sin comer y con la cafetera de café humeante, igual que su cabeza pensando en el diseño de la iluminación idónea para mostrar esta parte del túnel de la Corona, en cuyo entorno siempre fue capaz de germinar la vida. La llama primigenia del volcán fue a la vez el fin de un mundo y el comienzo de otro. “Estos malpaíses estuvieron ocupados en la época aborigen. En el caso del Malpaís de la Corona, aprovecharon sobre todo la zona del lajial, en concreto los tubos pequeños y los huecos en la lava. Al lado de los Jameos está otro elemento muy importante, las llamadas queseras, canales excavados en la roca y asociados a una especie de lugar de culto”, recalca el arqueólogo José de León.

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Un auténtico reloj de arena marca el paso tiempo en el centro mismo del Túnel de la Atlántida. Una fisura entre el fondo marino y la bóveda de la cavidad por la que se filtran los sedimentos ha originado, grano a grano, una montaña de milenios en un lugar donde el tiempo parece haberse detenido. Pero no lo ha hecho. Que no nos engañe la diminuta y egocéntrica escala humana. “Qué fácil podría ser todo si hubiéramos comprendido el efímero tiempo de la vida”, exclamó César Manrique, otra luz -enorme- en las tinieblas.
Los Jameos del Agua, allí donde cedió la techumbre, también forma parte de la red de Centros de Arte, Cultura y Turismo de la isla y es un carrusel de gentes del que son testigos mudos y ciegos los jameitos, minúsculos crustáceos endémicos que se mueven como sombras blancas por la charca interior. “Todos se quedan enamorados de este lugar y, en realidad, tampoco se esperan todo lo que hay en Lanzarote”, refrenda Jesús Fontes, trabajador en este espacio desde 1977 y al que todos llaman Suso. Mucha gente se va también sin saber, como sabe él, que hubo una época de risqueros, de hombres que llegaban al límite de lo vertical en el Risco de Famara y que competían entre ellos, retándose con marcas en puntos cada vez más inaccesibles. Forma parte de la geografía invisible de Lanzarote, Reserva de la Biosfera y también Geoparque. Su coordinadora, Elena Mateo, constata que “el Túnel de la Atlántida es uno de los grandes tesoros” de la isla. “El estudio de los tubos —precisa— es muy importante para la investigación de la habitabilidad en otros planetas”, lo que justifica las estancias de entrenamiento en Lanzarote de astronautas de la Agencia Espacial Europea.

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La puerta de entrada al Túnel de la Atlántida se abre precisamente a escasa distancia de la cafetería de los Jameos del Agua. Por aquí, sintiéndose como los personajes de Julio Verne en su “Viaje al centro de la Tierra” pero embriagados sobre todo por la determinación científica, se adentraron en febrero de 2019 los miembros del tercer equipo capaz de alcanzar el final de la galería y el último después de 32 años. Javier Lario, catedrático de Geodinámica de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, lideró una expedición que recogió muestras geológicas para “comenzar a elaborar el que será el primer estudio geológico de la zona” más de veinte mil años después del primer latido del Volcán de La Corona, acontecimiento telúrico del que todo el presente es poco más que un eco lejano.