Así nació la octava isla

Poco más de 700 habitantes y 29 km² de paraíso: así es La Graciosa, la octava isla de Canarias y la última en adherirse al continente europeo

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¿Qué tiene que pasar para que un pequeño y desconocido islote perdido en el Atlántico se convierta en una nueva isla? La respuesta la tiene Miguel Ángel Páez, agitador cultural y el hombre que ha conseguido convertir a La Graciosa —un pedazo de tierra de no más de 29 kilómetros cuadrados y 750 habitantes— en una isla oficial: la octava de las Islas Canarias, y la última en sumarse al continente europeo. «Empecé yo solo, proponiéndolo en change.org y, después, trabajando con los gracioseros, que se fueron sumando poco a poco a mi locura». Así, lo que comenzó en 2013 como una anécdota íntima y local, acabaría discutiéndose poco más tarde en la misma Moncloa. Con las 11.000 firmas conseguidas y la sensación de que por fin se estaba hablando de La Graciosa más allá de las Islas, a finales de 2018 se produjo el milagro.

La historia, finalmente, hizo justicia a este escondido pero hermoso trozo de tierra  canaria que se habitó de forma estable en 1880 con la creación de una factoría de salazón de pescado, cuya llamada fue seguida por algunas familias de Lanzarote. En 1986 fue declarada Parque Natural y Reserva Marina junto con los islotes y roques que conforman también el Archipiélago Chinijo (Alegranza y Montaña Clara, el Roque del Infierno y el Roque del Este) y parte de la costa noroeste de la isla (Riscos de Famara). Pero, -recuerda Paéz,- «a finales de los 80 ya se olía el turismo y, a finales de los 90, todo se hizo patente con el boom de la construcción». Y fue entonces cuando inició el movimiento: «Teníamos la necesidad  de regular y equilibrar el turismo y el desarrollo con el Parque Natural, pero no  teníamos ninguna capacidad de decisión, por eso me puse al frente de la iniciativa para ser considerados como isla, y conseguir los servicios sociales que no se nos concedían como islote».

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Los  alisios  soplan en el puerto de Órzola, en el norte de Lanzarote. Desde aquí,  Luis Romero —tercera generación de la familia que puso en marcha la comunicación marítima entre  las dos islas en la década de los 60— ya tiene a punto un pequeño pero potente paquebote cubierto que deberá transitar entre las olas para salvar los siete kilómetros que nos  separan de La Graciosa. «Cuando las olas sobrepasan los seis metros -cuenta Romero- no podemos salir, aunque esto lo veo cada día de madrugada mirando determinados puntos de la mar y cómo rompen las olas». Pero esta circunstancia es extraordinaria. Los Romero llevan navegando entre Lanzarote y La Graciosa desde que el abuelo Jorge, que  tenía una tiendita  en la isla, trasladaba a sus amigos y llevaba el correo con un pequeño barco de vela. En 1970, aquello ya era una línea de transporte. «No abandonéis nunca los barcos —le decía a sus nietos—, porque serán vuestro futuro». Luis Romero recuerda estas palabras casi como algo profético. «Ahora es fácil decirlo, pero entrar o salir de La Graciosa era una heroicidad. Antes de mi abuelo, las mujeres tenían que ir a cambiar el pescado por los víveres a El Risco de Lanzarote, subiendo en zigzag el inverosímil farallón con las cestas en la cabeza para luego, ya por la noche, bajar y hacer fogatas en la orilla para que las fueran a buscar. Hasta los muertos había que llevarlos por mar a Lanzarote, porque aquí no había cementerio».

A día de hoy las cosas han cambiado. Ahora es el turismo lo que mueve la pequeña isla. Pescadores quedan pocos, unas 20 familias. «Pero aquí la pesca es totalmente artesanal, caña y anzuelo, con captura de alta calidad: merluza, besugo del bueno, cherne, mero, sama… Además, no tenemos anisakis». Esto lo aseguran Indalecio Páez —descendiente del primer Páez que llegó a la isla a finales del XIX— y Manolo Almenara, dos pescadores de cuarta generación que resisten en La Graciosa. «Quedamos pocos, sólo los mayores, porque esto se está perdiendo, ni tan siquiera se jarea y nuestros hijos no quieren seguir».

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Carmen Hernández, —la última sombrerera tradicional—, ya no puede dedicarse a esa labor artesanal tan característica de su isla. «Sólo quedo yo, pero la artrosis no me permite ahora mismo hacer mucho más, todos los que tengo son por encargo». A Hernández le piden sombreros típicos incluso desde China. Nos recibe en su casa, una «terrera» blanca aposentada en las amplias, vacías y arenosas calles de Caleta de Sebo. «El Ayuntamiento me propuso que enseñara a los jóvenes por 200€ al mes, y yo les dije que esperaran sentados».

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Aunque si hay que hablar de heroínas, ahí está Enriqueta, la propietaria del bar-restaurante y de la pensión, primeros negocios hosteleros de la isla. Su historia es estremecedora, pero su sonrisa nos habla de una mujer formidable, extraordinaria, a la que jamás vencieron las dificultades. «Mi padre no me dejó ir a la escuela a pesar de mis protestas y mis lloros. Así que a los siete años ya estaba cuidando 200 cabras y recorriendo toda la isla cuando alguna se me perdía. Después de muertas las cabras, a los 14, me tocó cargar cantos en nuestro camello, a los lados y en la cruz del animal, muy duro. Luego, lo mismo pero con el burro. Más tarde me pusieron a coger hierba para los animales. Cuando mi marido me pidió, mi suegra dijo: “No te cases con esta, que tiene los pechos majados de tanto cargar cantos”. Una vez casada, después de arreglar la casa para mi marido, que enfermó, me iba a las tres de la madrugada a mariscar. Alguna vez tuve que cambiar burgados por la leche de mi hijo, pero jamás pedí nada, nunca. Luego a cocinar en el bar de mi marido, cada día, sola, para 200 personas: sancocho, jarea, pellas de gofio… Por fin, hace 50 años, compramos el bar e hicimos la pensión encima, con seis habitaciones y después, cargando yo todos los bloques, seis más. Fama tenían mi paella de marisco y mi ropa vieja…». Ahora, Enriqueta está por fin retirada y con sus hijos y nietos al mando, pero sigue regalando su sonrisa a todo aquel que la visita.

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Sí, la historia de La Graciosa es la de algunas de sus gentes que, soportando el aislamiento, han conseguido lo improbable. Para todos los demás, queda la desnuda y fascinante belleza de sus paisajes, sus playas de arenas blancas y tranquilas aguas turquesa disputando el negro de la lava circundante. La playa La Francesa, junto a Caleta de Sebo; la de Montaña Amarilla, remota y onírica; la de Las Conchas, en la otra punta, solo para soñar, porque las simas que tiene a pocos metros de la orilla y las consiguientes grandes olas hacen peligroso el baño… Y todo eso a pie, en bicicleta o en taxi-jeep, porque ni un solo kilómetro de la isla  está asfaltado.

Así, mientras los gracioseros aguardan su último objetivo político —la toma directa de decisiones en la isla, su lucha identitaria y el encuentro final con su destino, que ellos sueñan como paraíso de naturaleza y sostenibilidad—, la octava isla canaria, la última isla de Europa, sigue siendo cada vez más el gran «secreto a voces» de aquellos turistas que han caído irremediablemente hechizados por su singular y salvaje espíritu atlántico.