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Yo no sabía que sucedería. Ignoraba que el coche se convertiría en una especie de carruaje rodando a través de las letras de un cuento, rumbo al Roque de los Muchachos. Poco antes del cruce de Mirca, el núcleo septentrional de Santa Cruz de La Palma, comenzaba mi particular ensoñación.
Como en los cuentos, el preámbulo se cargaba de misterio. La Montaña de Tagoja nos recibía –me acompañaba un Pepito Grillo haciendo las veces de conductor– con una sorprendente y espesa niebla de medianías. Casi parecía nacer desde las entrañas de la tierra y no desde el cielo.
Según ascendíamos, divisábamos enormes espectros a lo lejos, allí donde el camino se escondía. Había que hacer muy poco esfuerzo para no sentirse en medio de una escena descrita por los Hermanos Grimm en aquellas estrechas carreteras.
De la laurisilva a las retamas
Los pinos se ocultaban tras las sombras, meciendo sus ramas, justo antes del Pico de la Nieve. El verde tupido de la laurisilva se apagaba del otro lado de la bruma. En la estampa predominaban el gris y el blanco. Era fría. Y, sin embargo, teníamos la convicción de que más arriba esperaba un final de colores.
Mientras eso sucedía, Pepito sacaba su brazo por la ventana del piloto y disfrutaba. Yo estaba prácticamente seguro de que también se sabía protagonista del cuento. Casi sin darnos cuenta habíamos atravesado las nubes. Empezaba todo un festival cromático.
Las hojas amarillas brillaban sobre las laderas como si se tratara de millones de luciérnagas estáticas, en un espectacular y desigual duelo de luz frente al todopoderoso Sol. El País de las Maravillas bien pudiese haber sido imaginado bajo aquellas retamas.
Lo más curioso era el abrumador silencio. Invitaba a pensar que los “pulgarcitos” de Perrault habitaban entre la marea rubia y la montaña que abrigaban. Pero lo cierto es que no había un solo ruido. Si dabas un solo paso parecía un crujido. Un beso, el rasgado de un tejido. El simple vuelo de una abeja, un escuadrón entero.
Todo bajo la vigilancia, a lo lejos, de una figura gigante, imponente, señorial. El Teide, perfectamente visible desde las cumbres de La Palma, tomaba buena nota de nuestra ruta durante toda la jornada.
Las páginas iban pasando y ante nosotros se descubría un nuevo dibujo. Un paisaje casi lunar que dejaba paso a tonos cobrizos en rocas aparentemente desnudas. Nada que ver. Si enfocabas tu mirada, enseguida advertías rostros titánicos tallados a ambos flancos. Parecían estar a punto de iniciar una conversación, seguramente con una voz pausada, parsimoniosa. Allí no hay lugar para el frenetismo.
Y de repente, cuando la vegetación parecía haber dimitido, alguien, quizás Hans Christian Andersen, se encargaba de volver a encender las lucecillas amarillas, blancas y violetas y avisaba con un mensaje de que el infinito andaba cerca.
Seguimos ascendiendo y poco después los advertí. Sabía que estaban allí, pero aun así me sorprendieron. Enormes seres cabezudos, blancos, brillantes, emergieron repentinamente a lo lejos, sobre las montañas. ¿Qué hubiese pensado don Alonso de Quijano de haberlos encontrado? ¿Qué delirio le tendría preparado Cervantes?
Observatorio Astrofísico del Roque de los Muchachos
En el más escrupuloso silencio, quietos, inofensivos, pero imponentes, esperaban a que llegara la noche, el momento en que mantienen conversaciones con las estrellas. El Observatorio Astrofísico del Roque de los Muchachos es uno de esos lugares mágicos en el que el mundo gira al revés, todo sucede al revés. Como en muchos cuentos.
Podría afirmarse sin miedo al error. El infinito, si existe, si es un lugar, se encuentra en las cumbres de La Palma, de camino hacia el Roque de los Muchachos. Cuando la primavera tardía ofrece tal espectáculo de colores entre el azul del cielo y del mar, retamas, codesos y alhelís, las dudas se desvanecen.
Una vez conquistado el punto más alto de la isla, bastó descender unos pocos centenares de metros para encontrar un corro de jóvenes tajinastes bailando, celebrando, retorciéndose sobre sus sonrisas rosadas y púrpuras. “Bienvenidos al cuento”, parecían cantarnos. Y colorín, colorado…