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Puede sonar algo extraño, tratándose de un 24 de diciembre. Cuando casi todo el mundo se encuentra en pleno estrés pensando cómo completar un menú que seguramente se ha ido de las manos, yo opté por visitar un lugar fastuoso: Las Cabocas, en el Cubo de La Galga de la Isla de La Palma.
Hacía tiempo que había oído hablar de Las Cabocas como un entorno sui generis. Poco después de comenzar una caminata de algo más dos horas y media, comprobé que efectivamente así es.
El sendero PR LP 5 es un paseo bañado, y nunca mejor dicho, en muchos colores y un presidente olor a tierra mojada. Inmediatamente adviertes que estás en medio de una batalla librada durante muchísimos siglos, que aún hoy persiste. El agua contra la montaña. Y, por supuesto, el agua siempre gana.
No obstante, para alcanzar las cabocas hemos de desviarnos del sendero. De ahí que sea recomendable el acompañamiento de alguien que conozca el camino. Recorrido el primer tramo, superamos el Cubo de La Galga por la parte superior. Es un lugar casi ritualístico para los vecinos. Un espacio de evasión donde una vez al año celebran sus fiestas con total respeto a la naturaleza.
Este primer tramo está constituido por cuevas mentirosas, formadas por indescifrables ramas que convergen y el verde intenso que ponen tiles y otras especies de la laurisilva, te cubren y llevan casi en volandas en el primer tramo. Cada paso que das está regado con un murmullo. La peculiar banda sonora de esta estampa la ponen la anárquica mezcla de chorros de agua que ya se escuchan. Se intuyen las acequias, aún tímidas. Se suman coros de pinzones palmeros, mimetizados en los árboles. Verde sobre verde.
Pronto te das cuenta de que se trata de un camino, por momentos, bastante técnico. Exige piernas ágiles, calzado y atuendo apropiado para mojarse, reservas de líquido e, insistimos, la guía de personas que conozcan el desvío hacia la primera de las cabocas, la chica.
Qué son las cabocas
Seguramente toca en este punto explicar el porqué del nombre. El caboco, según la Academia Canaria de la Lengua, es el nombre popular que se ha dado a las grandes cavidades generadas en la roca por siglos y siglos de erosión. A estos pasos estrechos que dejan estampas cinematográficas, los vecinos de La Galga los han denominado cabocas. Una pequeña derivación lingüística.
Jardines verticales de musgo, de varios metros de altura, en muchos casos sobre una base compacta de lo que parece arcilla. Un marrón vivo que pone un contrapunto mágico a un paseo subrayado en el verde del musgo y frecuentemente abrigados bajo mantos de helecho.
Otros tonos adornan determinados espacios del recorrido. El agua, en un ejercicio de elegante permisividad, permite justo antes de llegar al desvío, sobre el mismo Cubo de La Galga, el despliegue de una alfombra de hoja aparentemente seca sobre el piso. Es tan hermosa como traicionera. Esconde la tierra mojada y barro bajo los pies. Casi imposible no tener algún desliz y resbalar.
La naturaleza en Las Cabocas
De hecho, el paseo es eso. Una constante pelea del agua con todos los elementos, incluido uno mismo. En muchísimos puntos hay que sortear charcos -algunos bastante profundos- buscar una roca o un tronco aliado, colocado por algún duende. No es difícil imaginarlos habitando en un bosque que por momentos parece encantado y creado para ensoñaciones de este tipo.
Volvamos a la realidad. Es necesaria la concentración constante. Sobre todo en la parte del recorrido previa a la Caboca grande. Alcanzamos un rellano conquistado por un imponente sauce que se comporta casi como ángel anunciador. Parece querer decirnos: “lo que vas a encontrar a continuación es algo grande”. Y ello pese a que lo encontramos seco. Cierto, es invierno, pero es exagerado para la vista a tenor de la selva que se esconde justo detrás. No hay traducción posible. Sólo admiración del conjunto.
Lo superamos y encontramos una subida -que luego será descenso- resbaladiza y decorada con burbujeantes líquenes en los troncos. Posteriormente, un paso estrecho que requiere sumo cuidado y asegurar cada pisada. A partir de ahí se abre la magia de la caboca grande.
Es casi un ejercicio de mimetismo con el agua. Caminar sobre el serpenteo que ha realizado durante miles de años para acabar regalando un caprichoso, estrecho, hermoso y multicromático recorrido que parece esconderse constantemente de sí mismo.
La sensación es tremendamente extraña. Es un lugar desconocido. Tanto que el calor que nos ha acompañado durante el camino parece haberse desorientado. La temperatura desciende claramente varios grados. Caminamos largo rato bajo una exigua servidumbre de paso. Las paredes parecen querer abrazarnos. Nada más lejos de la realidad, el agua las ha mantenido sutilmente separadas. Y así será siempre.
Al final, cuando parece que nada más podrá sorprenderte, un nuevo regalo. Trepando a mano derecha por un pequeño montículo de piedra, alcanzamos el tubo que aparentemente da nombre al lugar. Una forma casi perfectamente cilíndrica de apenas un metro cuadrado. El agua resbala creando una suerte de auroras boreales sobre la piedra.
En ese punto, al que conviene dedicar unos minutos en soledad, es casi imposible evitar la paradoja. Cómo se puede estar tan relajado en medio de una guerra que se lleva librando toda la historia.