Viajar con niños nos devuelve al niño que un día fuimos. Hubo un tiempo en el que todo era nuevo. En el que una concha en la arena bastaba para detener el mundo. Cuando éramos niños, mirábamos diferente: con ojos grandes, con preguntas, con tiempo. Con los años, esa mirada se fue apagando. Viajamos con la agenda llena, la vista en el destino y la cabeza en otra parte. Pero a veces, cuando viajamos con ellos —los más pequeños— algo se enciende. Y por un momento, volvemos a mirar como antes.
Ver como si fuera la primera vez
Durante la infancia, cada estímulo puede ser una sorpresa. No hacen falta monumentos ni paisajes impresionantes: una piedra brillante, una sombra en el suelo o una nube con forma extraña bastan para maravillar. Los niños miran con apertura total. No filtran, no descartan, no clasifican. Observan sin expectativas.
Según la neurociencia cognitiva, el cerebro infantil procesa los estímulos con una apertura extraordinaria. Al no estar condicionados perciben el mundo con más intensidad. Esta atención plena, conocida como mindful attention, es natural en la infancia. En la adultez, reaprenderla requiere práctica.
Lo que aprendimos… y lo que dejamos atrás
Con el paso del tiempo, nos volvemos eficientes. Nuestro cerebro aprende a priorizar, a ir al grano, a ignorar lo que no parece útil. Eso nos permite funcionar con rapidez, pero también limita nuestra atención.
Viajamos persiguiendo puntos de interés, experiencias “que merezcan la pena”. Pasamos por alto los detalles del camino. Viajamos con la agenda llena y la cabeza en otra parte. Hemos olvidado cómo era mirar sin buscar nada.
La infancia como espejo
Viajar con niños pone esa diferencia en evidencia. Ellos no siguen rutas ni horarios. Se detienen donde nosotros aceleramos. Se fijan en lo que ya no vemos. Se asombran. Y sin quererlo, nos invitan a hacerlo también.
Mientras nosotros buscamos el mejor encuadre para la foto, ellos ya han visto el dragón en la nube. Mientras avanzamos hacia el siguiente punto de interés, ellos se agachan a observar una hilera de hormigas. No necesitan grandes paisajes para sorprenderse. Les basta estar presentes.
Lo que la psicología llama atención plena, ellos lo practican sin saberlo. Nos devuelven, sin proponérselo, un reflejo de lo que fuimos: la capacidad de sorprendernos, de hacer preguntas sin esperar respuestas, de estar presentes. Y a veces, todo eso basta para despertar algo dormido.
Quizá la verdadera nostalgia no sea volver a un lugar, sino a una forma de mirar. Esa que encontraba magia en lo mínimo y que aún habita —silenciosa, intacta— en la mirada de un niño. Y detenerse un segundo a observarla… también es una forma de volver.