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La Gomera es una isla para observar detenidamente, se deja admirar, se muestra coqueta y nos regala un universo de experiencias y sensaciones. Una pequeña isla que se convierte en un lugar infinito de emociones y que reúne para sus visitantes el cielo y el mar.
Comenzamos nuestra visita por la carretera desde San Sebastián hacia la cumbre. Queremos visitar los famosos Roques de Agando. Estos gigantes se han convertido merecidamente en símbolo geológico de La Gomera, un apreciado monumento natural. Se trata de unas formaciones fonolíticas que se levantan majestuosas, pareciendo que quisieran empujarnos hacia el cielo. Allí, el azul celeste lo envuelve todo, se funde con el basalto y su claridad nos permite retratar al fondo una espectacular imagen del Teide.
Junto a ellos, un monumento recuerda a los fallecidos en el triste incendio de 1984 que tanto marcó el sentimiento de esta isla.
Caserío de El Cedro, entre nubes y brumas
Al llegar a la entrada del camino que baja a la ermita de El Cedro aparcamos el coche. Siempre hay sorpresas en mis visitas a La Gomera y esta promete darnos algunas alegrías.
Entre nubes y brumas, como si estuviésemos en el mismísimo cielo, llegamos hasta Las Mimbreras y, después de caminar unos minutos, a nuestro destino. La ermita y su placita abren un claro en el monteverde. Entonces, la mágica Gomera se presenta en su máxima expresión. De la pequeña capilla sale cada último domingo de agosto la virgen de Lourdes (el templo fue erigido allí por obra de una inglesa devota de esta virgen) y, detrás de ella, un grupo de lugareños que hacen resonar sus chácaras, tambores y romances a lo largo del sendero. Un pequeño ejército de amantes de las tradiciones baila al son por el estrecho camino para acompañar a la virgen hasta el caserío y volver sobre sus mismos pasos. Después, sólo nos queda sentarnos bajo los árboles, como unos miembros más de la familia, para compartir sobre un mantel de hojas unas papas arrugadas, conejo en salmorejo o un pescado encebollado. Una imagen costumbrista digna del mejor de los pintores.
Todavía con los ecos de las chácaras y tambores en el pensamiento, seguimos nuestro viaje. Pasamos por carreteras sobre las que la vegetación crea bóvedas verdes, los árboles parecen buscarse y quieren tocarse de un lado al otro de la carretera. Pasamos por Arure, pero ya no nos queda hambre para visitar “Casa Conchita” y degustar su famoso potaje de berros. Una tarea que gustosamente posponemos para otro día.
De camino a la marea
Bajamos los profundos barrancos alejándonos cada vez más de ese cielo abierto que nos ha acompañado. El azul intenso y las nubes envolventes dejan paso a los característicos paisajes abancalados de la parte alta de Valle Gran Rey.
En lo más profundo del barranco se nos muestra un paisaje donde el verdor se asienta sobre los bancales. La necesidad de buscar zonas de cultivo en las escarpadas paredes de la isla hizo que durante siglos se levantaran terrazas con paredones de piedra. Hoy en día estos bancales y paredones caracterizan el paisaje gomero, testigo del duro trabajo del agricultor isleño y crean un ejemplo de la simbiosis perfecta entre el hombre y el paisaje.
Y por fin llegamos a la orilla del mar. Valle Gran Rey rebosa tranquilidad, las gentes que habitan y visitan esta zona tan particular de La Gomera parecen en paz. Es el lugar perfecto para sentarse a ver el horizonte, a ver la gente pasar, a mirarse a uno mismo.
A pesar de tener una planta hotelera completa y familiar, el pueblo mantiene barrios tan tradicionales como Vueltas, que abraza su puerto, o La Calera, que no sólo posee la mejor vista de Valle Gran Rey, sino que sus empinadas y peatonales calles han sido adornadas con murales llenos de colorido.
Mar y cielo en Valle Gran Rey
Hay zonas de baño para elegir y no nos resistimos a probarlas todas. Empezamos en la Playa de Vueltas, junto al muelle, justo hasta que el olor a pescado fresco cocinándose nos hace emigrar a la cofradía de pescadores que se encuentra en el mismo muelle.
El Charco del Conde es un remanso de paz ideal para ir en familia, por lo que no nos extraña que últimamente se le haya bautizado como “Baby Beach”. La Puntilla y La Calera son las playas centrales del pueblo, las une un paseo aún libre de la depredación urbanística. Un poco más alejado, después de la zona de alto valor ecológico del Charco del Cieno, nos encontramos con nuestro tesoro: la playa del Inglés, uno de los lugares de baño más apreciados en la isla. De arena negra, tradicionalmente naturista, esta playa hace las delicias de propios y extraños. Una arena limpia y un mar refrescante y con carácter nos hace olvidar el transcurso del tiempo. Las grandes piedras dan cobijo del sol y la brisa, y la mirada se queda clavada en el horizonte, donde asoma la isla de El Hierro.
Tanta emoción nos abre el apetito. Planeamos acabar el día en nuestro restaurante favorito, “El Baifo”, un placer del que no querríamos salir nunca. Mientras, cae el sol en Valle Gran Rey. Como todos los días nos unimos a la cantidad de gente que se sienta junto a la playa para apreciar cómo el mar besa al sol, uniendo cielo y marea en un paraíso llamado La Gomera.