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De Gran Canaria se cuentan muchas historias. Las hay de dunas y playa, las hay de barrios centenarios y coloniales, incluso de pueblos y barrancos llenos de verdor. Pero hay un cuento sobre dragones, acantilados y atardeceres que a veces pasa desapercibido entre tanto atractivo turístico de otras latitudes. La costa oeste, la de los municipios de Agaete, Artenara y La Aldea de San Nicolás, es la más desconocida y quizás la más impresionante y virgen.
Una vez pasado Agaete, donde empiezan las carreteras que enamoran a los auténticos amantes de los road-trip, entre curvas y barrancos, se entra en un territorio que nada tiene que ver con el resto de la isla. Desaparece casi por completo la huella del hombre. Tan solo algún pueblo diminuto, alguna casa suelta, de resto… acantilados y paz.
Entre sus curvas se empieza a divisar una de las formas más curiosas y mágicas de la isla, la llamada “Cola del Dragón”. Un saliente de acantilados que forma cuatro picos y que se asemeja a la dorsal de estos seres mitológicos, como si toda Gran Canaria fuera un gran gigante dormido que tiene aquí su lado más agreste. Subir al mirador del Balcón, desde donde se aprecia en toda su plenitud la figura es la forma perfecta de despedir el día y ver el ocaso, pero antes hay muchas paradas a tener en cuenta.
El charco azul y su cascada
En esa carretera solitaria que parte desde Agaete, el primer atisbo de población, quizás el único, antes de La Aldea de San Nicolás es El Risco. Un pequeño enjambre de casas blancas entre palmeras. Uno de esos pueblos que parecen perdidos en un archipiélago de otro tiempo y que guarda su mayor secreto a tan solo 20 minutos de sendero entre vegetación baja y montañas.
El Charco Azul, aunque su color es más bien verdoso, es un diminuto lago que junto a su pequeña cascada forma una imagen que poco se imagina el visitante que llega a Canarias. Su fino e incesante hilo de agua brota entre la vertiginosa orografía de la zona, formando un lugar perfecto para darse un baño si el calor aprieta. Una muestra más de que no todo son playas en esta isla llena de secretos.
La Aldea, playas perdidas y acantilados
En toda esta ruta que lleva hasta La Aldea, incluso más allá, el mar siempre está presente en el horizonte. Lejano bajo los acantilados o cercano para los aventureros que buscan alguna de las playas que se esconden entre ellos. La mayoría casi desconocidas y de piedras aunque, para los que buscan perderse realmente, se pueden recorrer las casi cinco horas de camino hasta Güigüi, una playa de arena amarilla que algunos tildan como uno de los últimos paraísos vírgenes de Gran Canaria.
Si no se llega hasta allí también se puede tocar el mar en la playa de La Aldea, sentir su tranquilidad en las terrazas que se reparten junto a su pequeño puerto pesquero y su larga playa formada por grandes callaos. Punto de parón de la ruta, antes de decidir si conducir hasta Mogán por una ruta tan fascinante y salvaje como la anterior, o desandar el camino para observar la puesta de sol en alguno de los fascinantes miradores que se reparten por la antigua carretera que une El Risco con La Aldea.
Ya sea el mirador del Balcón, con el ocaso perdiéndose ante la figura de este dragón dormido sobre el mar, o en el mirador de las Arenas, con la vista de la desconocida costa de Artenara y la arrugada orografía del Parque Natural de Tamadaba rodeando una imagen digna de los libros sobre rutas salvajes.
El oeste de Gran Canaria sigue siendo para muchos un desconocido, quizás debido a la relativamente larga travesía que supone recorrer sus curvas y sus entresijos, pero olvidarlo es olvidarse de los que, casi sin ninguna duda, son los atardeceres más mágicos de la isla. Toda una costa de gigantes mirando como cada día el sol se pierde en ese Atlántico que los golpea con fuerza cada día.
De todas las historias que se cuentan en Gran Canaria, de todas las rutas que viajeros más o menos amantes de la aventura hacen, la más mitológica quizás sea esta. Incluyendo historias de fantasía y reales, pues también aquí se puede recordar un pasado muy lejano de las Islas Canarias, como muestran los yacimientos arqueológicos de Guayedra. Llegar hasta el Roque Guayedra y postrarse junto a los restos de las casas prehispánicas basta para imaginar una leyenda que va entre la realidad y la fantasía. ¿Cómo disfrutarían aquellos guardianes del dragón dormido viendo tras él el atardecer cada día?