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Es domingo, son las 10 de la mañana y estoy desayunando un zumo de naranja con mangas de la huerta. Con todo un día libre por delante aún no me había planteado en qué querría invertirlo. De repente recuerdo que mañana será lunes, y empezará otra semana de trabajo... Y es justo entonces cuando pienso "hoy me iría al Fin del Mundo". ¿Y saben qué? ¡Que lo hago! Porque esa es una de las ventajas de vivir en El Hierro. Que en cualquier momento podemos coger cuatro cositas e ir a disfrutar de un día en el Faro de Orchilla, el remoto rincón que fuera Meridiano Cero hasta que, aún no entiendo muy bien cómo, se lo llevaron a Greenwich, y es que nunca dejaré de preguntarme... ¿cómo se mueve un Meridiano?
En fin, esa no va a ser mi preocupación de hoy. Hoy quiero caminar un poco y darme un baño, relajarme, perderme justo ahí... en el Fin del Mundo.
Así pues, me calzo las botas de montaña y meto en una bolsa gafas, tubo y aletas, ¡y salgo rumbo a Orchilla! Eso sí, no sin antes hacer una parada en uno de los bares que abren el domingo para comprar algo de comida y bebida para llevar.
La costa de El Golfo me tienta con las piscinas naturales que alberga. Pero no, no me dejo engatusar, haré unos cuantos kilómetros, la recompensa que me espera bien lo merece.
Llego al Pozo de la Salud, famoso por sus aguas mineromedicinales, y por ser la costa de Sabinosa, el pueblo más occidental de España.
A partir de aquí me despido de la civilización, y comienzo a conducir por una carretera que parece que ha sido tallada entre rocas volcánicas. Voy bordeando la costa, a nivel del mar, pero, al llegar al cruce del Verodal, ¡empieza el ascenso! Siempre recomiendo hacer esta carretera en el lugar del copiloto, que es quien disfrutará de la variedad de colores, del contraste del negro con las diferentes tonalidades de rojos, marrones y ocres, el azul del mar y del cielo… Créanme, es un verdadero espectáculo.
Comienzo a ver ejemplares de “sabinas rebeldes” que en su lucha constante contra el viento logran sobrevivir a cambio de adoptar increíbles formas.
Y llega el desvío: “Faro de Orchilla”. ¡Allá voy! La pista sin asfaltar ya me adelanta lo salvaje del lugar. Conduzco durante aproximadamente dos kilómetros y llego al Faro, que durante la bajada había quedado escondido tras la montaña del mismo nombre, y que no es otra cosa que el cráter de un volcán que nunca me cansaré de fotografiar.
Es curioso, pero a medida que desciendo por la pista, cuando comienzo a divisarlo de nuevo, me da la impresión no de ir hacia el Faro, sino de que sea él quien venga a mi encuentro. Y aquí estoy. Fin del Mundo conocido hasta que Cristóbal Colón descubriera América. Increíble ¿verdad? La sensación de inmensidad de este lugar es sobrecogedora, se los puedo asegurar.
Hoy en día el Faro funciona de manera mecánica, pero confieso haber tenido la suerte de visitarlo por dentro (dejo foto en la escalera de caracol que lleva a la linterna) acompañada del farero que estuvo allí hasta su mecanización y que aún a día de hoy se encarga del mantenimiento y supervisión una vez al mes. ¡Efectivamente, soy una privilegiada por esto!
Bien, tras la visita a este coloso vigía de la costa que, visto desde Tacorón, parece estar anclado en la cabeza de un gran dragón que se interna en el mar, toca ajustarse las botas y caminar un ratito. Y es que hasta el Embarcadero de Orchilla voy a ir caminando. No es mucho, aproximadamente 2 kilómetros. Así pues, “abandono el coche” y me dirijo con la comida, las gafas, el tubo y las aletas al punto más occidental donde darse un baño. Aprieta el hambre... mientras voy caminando, pienso: ¿como algo? ¿o me baño? Al llegar no hay duda, me baño, ¡que tras el camino hay ganas de chapuzón!
Siempre me sucede lo mismo, en el agua pierdo la noción del tiempo. No importa cuánto esté dentro. No obstante, hoy “la tripa me envía aviso” ¡hora de comer! Salir del agua, comer y secarse al sol de la tarde, ¿se puede pedir más? Un libro, una cabezada y... ¡vuelta a la realidad!
Recojo los bártulos, camino de nuevo hasta el coche, y me despido de Orchilla hasta la próxima visita, que les aseguro que será más pronto que tarde.
Por el camino voy pensando: "que fuera Meridiano Cero hasta que en 1883 se trasladó a Greenwich”…
Y digo yo… Y si voy a Greenwich, ¿podría arrastrar ese Meridiano hasta mi querida Punta de Orchilla?
Por si acaso, me apunto en viajes pendientes una visita a Londres a comprobarlo.
De una cosa sí que estoy segura: los atardeceres del Faro de Orchilla no se disfrutan en ningún otro Meridiano, ni en los de antes, ni en los de ahora, ni en los que vendrán. Los atardeceres de Orchilla son únicos e inigualables, y esos, no se moverán de aquí.