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En 1973, la primera Exposición Internacional de Escultura en la Calle reunió en la capital tinerfeña a más de cuarenta escultores de prestigio. Grandes nombres como Joan Miró, Henry Moore o Martín Chirino cedieron o donaron sus obras para que fueran expuestas entre las ramblas arboladas de Santa Cruz. Hoy podemos seguir el rastro de muchas de ellas en un cómodo paseo que conecta sus principales parques urbanos.
La Granja y Félix
Durante unos años fui vecino de este parque, del que guardo recuerdos deambulatorios. Aun hoy soy asiduo a la Biblioteca Pública del Estado, ubicada en uno de sus extremos, aunque para iniciar este paseo me fui justamente a la esquina opuesta. Allí encontré la escultura “Homenaje a Félix Rodríguez de la Fuente”, obra de la artista local María Belén Morales, que sin embargo es la única de nuestra crónica que nunca formó parte del catálogo de la Exposición Internacional. La principal razón es cronológica, ya que el recordado naturalista falleció en un accidente de aviación en Alaska en 1980. Por ese motivo la estatua funde alas naturales y artificiales, que en su conjunto recuerdan a una bandada de gansos nivales en plena migración.
Átomos rojos
Francisco Sobrino Ochoa es el creador detrás de la siguiente obra, bien conocida por los conductores chicharreros por ocupar una de las rotondas estratégicas de la ciudad (la que conecta las Avenidas de Bélgica, La Asunción, San Sebastián y Reyes Católicos). Aunque su inspiración y su escala es por completo ajena, a mí me recuerda un poco al Atomium de Bruselas. Su título es Móvil y pertenece a la corriente de la escultura cinética, que se somete de forma voluntaria al capricho de los vientos.
Mujer botella
Incorporados ya a la Rambla, a muy poca distancia encontramos la “Mujer Botella” de Miró, para la que a veces se prefiere su denominación en francés. La silueta es obvia desde el primer vistazo, mientras que el sexo se nos revela, con indisimulado descaro, a través de su sinuosa abertura lateral.
Acaso por ignorancia, el que esto firma prefiere en cambio la vecina gracilidad de “Sin título”. Así llamó Andreu Alfaro a sus hélices paralelas, que siguen luciendo espléndidas bajo el cielo azul de Asuncionistas. En este caso es el ojo del espectador el que las hace girar sobre sí mismas, en un fascinante efecto tridimensional.
Plaza de la Paz
Salvando las distancias sería el equivalente de la Cibeles, porque acoge las (últimamente escasas) celebraciones deportivas debidas al Club Deportivo Tenerife. Sus chorros verticales, enmarcados en jacarandas, se abren paso ante los raíles del tranvía. Siguiéndolos cuesta abajo nos esperaría Weyler, corazón de la ciudad.
A partir de este punto arranca la Rambla de Santa Cruz, que hasta hace no muchos años tenía otro nombre bastante más discutible (me abstendré de recordarlo). Su mediana está plantada de quioscos, parterres, bancos y parques infantiles, que dan servicio a una heterogénea mezcla de familias, turistas y jubilados. En este tramo resisten a duras penas algunos de los bares más castizos de Santa Cruz, si es que el adjetivo resiste el traslado a estas latitudes tan subtropicales.
Hablamos de locales como el Imperial o el Roma, en cuyas barras se podría ambientar perfectamente una película de los años 60. Nuevas incorporaciones, como el neoasiático Gato Negro (que ocupa el local del extinto Gallo Rojo), refrescan gastronómicamente la zona, cuyo carácter plantea una desigual batalla ante las franquicias.
El Guerrero de Goslar
La estrella de la colección –de nuevo es una opinión personal y bastante fácil de desautorizar– la venimos a encontrar bastante más abajo, a la altura de la Calle Jesús y María. Hablamos por supuesto del “El Guerrero de Goslar”, que firma el británico Henry Moore. Esta imponente figura de bronce representa a un soldado abatido, quizá aniquilado durante la batalla y que yace con el escudo a sus pies. La inescrutabilidad del rostro, en el que su autor solo ha colocado dos grandes ojos perdidos, acentúa la sensación de derrota.
Conviene señalar que la obra sustituyó a la originalmente donada por el autor, cuatro años después de la Exposición Internacional.
El Parque García Sanabria
El quiosco Numancia, escenario de innumerables resacas carnavaleras, nos conduce al final de nuestro recorrido. Domina su esquina noroeste, en una isla de tráfico especialmente creada para protegerlo.
En las entrañas de bambú del parque se han refugiado una docena de obras, a las que en algunos casos los azares urbanísticos han ido desplazando de su posición original. Como fan de Borges, una de mis favoritas es “El Laberinto” de Gustavo Torner, que representa a un ejército de libros verticales. Está muy cerca del Numancia, junto a la acera de la calle con la que comparte nombre. En cuanto a las otras once… te toca encontrarlas a ti.