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Los proíses o poríses están desperdigados por toda la costa norte de La Palma. Se trata de pequeños amarres construidos para facilitar el atraque de embarcaciones de cabotaje y que durante siglos funcionaron como la vía de comunicación preferente para la abrupta mitad septentrional de la isla. El de Tijarafe es uno de los más reconocibles, por articular un espectacular conjunto de casas-cueva adheridas al acantilado.
Tres vías terrestres y una marina
Hay cuatro maneras de acceder al Porís. La primera es por carretera, mientras que la segunda y la tercera implican hacer uso de la Red Insular de Senderos y la cuarta es puramente marítima.
El acceso con vehículo es recomendable solo si se está dispuesto a asumir que la vía en cuestión es estrecha y pendiente, en constante coqueteo con las paredes laterales del monumental barranco Jurado (también llamado Jorado por ciertas oquedades en sus márgenes). En cuanto a los senderos, hablamos de los dos ramales del PR LP 12.2, que sobre el mapa dibujan una ruta circular que nace y muere en el pueblo de Tijarafe pero cuyas secciones podemos combinar a nuestro antojo. La última de las opciones pasa por aprovechar las excursiones marítimas que salen del puerto de Tazacorte, aunque en ese caso el viaje se hace por mar tanto a la ida como a la vuelta.
Yo elegí una versión híbrida y perezosa, que pasa por acercarse en coche hasta el borde sur del barranco (Mirador del Jurado) para luego bajar y subir caminando desde allí. Advertido queda el lector que la distancia horizontal y la vertical no son nada equivalentes, por lo que conviene reservar un mínimo de tres horas para que en la excursión no se nos atragante el retorno.
La ermita de El Buen Jesús
La primera parada recomendable está nada más iniciar el descenso, a apenas cien metros de la carretera LP-1. Se trata de la ermita de El Buen Jesús, declarada como Bien de Interés Cultural en 1997.
Desde el exterior es un edificio sencillo, a la vez recio y delicado, rematado por un campanario que parece de juguete. La única nave es rectangular y carece de ventanas, con una única puerta orientada al poniente, es decir, que el interior permanece a oscuras hasta casi el ocaso.
En la puerta se ha practicado una pequeña abertura enrejada e instalado un sistema de iluminación alimentado por monedas, que sin embargo no funcionaba cuando pasé por allí. Nada que no podamos solucionar, a efectos básicos, con la misma linterna del móvil.
El sendero y la playa
El trazado está bien definido y tiene hechuras antiguas. Hay algunos restos arqueológicos por la zona, que indican que esta misma ruta ya fue utilizada por los awaras o behahoaritas, la cultura prehispánica propia de la isla.
A lo largo de los siglos, este camino empedrado ha lubricado la economía tijarafera. Por el Porís entraban y salían mercancías y personas, que además aprovechaban el tránsito para intercambiar los productos propios de la costa y el interior. Allí se explotaba además un pozo de agua salobre, que en las épocas de sequía servía de salvaguarda para los vecinos y sus ganados.
Acceder desde el sur, como hizo un servidor, nos ofrece la oportunidad de asomarnos a una pequeña playa de callaos. No obstante, conviene tomar precauciones, ya que carece de vigilancia y las corrientes pueden ser bastante traicioneras. Como siempre en estos casos, mejor pecar por defecto que por exceso y por supuesto jamás adentrarnos solos en el agua.
Entrando a la cueva
Un tramo delimitado por una cuerda que hace de quitamiedos franquea la entrada al barrio. Ya se huele el salitre en el ambiente y sin embargo no hay ni rastro de las construcciones, lo que potencia aún más la inverosimilitud del conjunto.
Por fin un giro, una placa que nos recuerda el carácter cuasi centenario del sendero (se construyó en 1921) y los ojos que no dan crédito: un puñado de viviendas se acurrucan a pie de risco, protegidas por una oquedad natural que las aleja del batiente.
La arquitectura aprovecha y se adapta a las limitaciones que impone el terreno, en una exhibición de recursos humildes pero inteligentes. Las viviendas están parcialmente excavadas sobre el acantilado, de forma que no asoman más que lo imprescindible. Y la mayoría se alza sobre columnas que intuyo cumplen una doble función: alejarse de las olas engrosadas por las tormentas y servir de dique seco para las pequeñas embarcaciones de bajura.
Todo el poblado tiene un aire indiscutiblemente marinero, como certifica la presencia de la virgen del Carmen. La patrona de las gentes del mar, cuya festividad se celebra en el mes de julio, encuentra su abrigo en una coqueta hornacina, vestida de mimos y siemprevivas.
Hoy el mar está tranquilo, pero me sobrecoge pensar en lo que puede llegar a agitarse. Por eso mismo esta zona es de ocupación sobre todo estival y durante mi visita encuentro que la mayor parte de las casetas están cerradas. Sin embargo, guardo recuerdos muy distintos de otras ocasiones anteriores, con sandalias en los pies y el bañador como único uniforme. Tardes perezosas y cálidas, escuchando o participando de alborotadas paellas comunales.
El Porís mira al poniente, así que el momento ideal para dejarse caer por aquí es cuando está muriendo el día. El sol se sumerge anaranjado en la distancia y sobre el risco rebotan los gritos excitados de los críos, que se zambullen con acrobacias imposibles para sus mayores. Hoy estos recuerdos quedan confinados a la memoria, pero me conjuro para volver a materializarlos tras el solsticio.