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Este verano pude rascar unos días para desconectar y disfrutar de la isla de La Gomera en buena compañía. Durante esos días, sin la presión de unas rutas o paradas definidas o del clásico “tenemos que ver sí o sí todos estos sitios”, el plan fue dejarnos llevar por la inspiración de cada carretera. Que parece que si giramos a la derecha nos inspira más el camino, ¡pues vamos para allá! Y la verdad es que fue un auténtico placer.
Bueno, tengo que confesar que la parte de los trayectos para alguien como yo, que me suelo marear en coche, no era tan divertida. Pero cuando llegas a los rincones tan auténticos y mágicos que tiene La Gomera, se te olvida el trayecto. Uno de esos caminos mágicos, de ir descubriendo lo que nos encontrábamos sin premeditación, fue cuando, saliendo de Valle Gran Rey dirección al norte, en vez de girar al este, donde podríamos haber emprendido camino hacia Playa Santiago, San Sebastián de La Gomera o el Parque Nacional de Garajonay, decidimos seguir hacia el oeste.
La primera parada fue en el pueblo de Arure. Allí nos acercamos a ver la pequeña iglesia de la Virgen de la Salud y charlamos con los lugareños, sentados a la sombra, el mejor lugar para aliviar esos días de agosto. Desde esa primera parada ya tuve banda sonora en mi cabeza para todo el viaje: ¿conoces la canción “quita delante Arure, que quiero ver a Chipude”? Pues cuando yo rondaba los 10 años, estuve en un campamento en la isla de La Gomera y, algunos años después, fue pisar Arure ese día y volvió la canción aprendida en el campamento a mi cabeza: “quita delante Arure, que quiero ver a Chipude”, “quita delante Arure, que quiero ver a Chipude”. Y así continuamente, porque no recordaba más versos.
La segunda parada en el camino hacia el poco terreno al oeste que nos quedaba desde Valle Gran Rey fue en un espectacular mirador junto a la linde del Parque Nacional de Garajonay. Desde esta atalaya, además de ver cómo cambiaban drásticamente la flora y el paisaje, en un día tan claro con cielo limpio como el que tuvimos, se veían a la perfección las vecinas islas de El Hierro y de La Palma. Allí disfrutamos de las vistas, sacamos varias fotos y seguimos nuestra ruta.
El hambre empezaba a apretar y, al ver un apartadero bastante amplio con algunos coches en la carretera, decidimos parar un momentito para comer algo. La sorpresa, al apagar el motor del coche, fue escuchar unos tambores a lo lejos. Así que, a pie, seguimos el sonido de la música que nos llevó por un camino de tierra entre árboles hasta la ermita de San Isidro, junto a los Chorros de Epina. Algunos músicos ensayaban antes de la misa en la plaza de la ermita y, entre la naturaleza, el sonido de la música era mágico. En lo que mi pareja se quedaba con los músicos investigando sobre sus tambores, dónde estaba el artesano que los hacía, etc., yo bajé el caminito hasta los Chorros de Epina. Había leído hacía poco su leyenda y, aunque no había buscado en el mapa dónde estaban, tenía muchas ganas de visitar el lugar. La serendipia me hizo llegar hasta ellos ese día. Siguiendo una de las leyendas, por supuesto, bebí de izquierda a derecha solo de los chorros pares (los hombres han de hacerlo de los impares): un agua fresca y deliciosa que algunos lugareños venían a recoger en grandes botellas. Las leyendas en torno a esas aguas son muchas y variadas, te aconsejo que busques y leas algunas antes de visitar el lugar.
Después de tomar buena nota de las recomendaciones de los músicos, decidimos seguir la ruta hasta llegar a la costa, a Alojera. No sabíamos muy bien qué nos esperaba, pero para allá que fuimos. Varias curvas después, llegamos a la pequeña localidad junto al mar. Para nosotros fue como llegar al paraíso: una pequeña cala, con un pequeño muelle desde el que saltar al mar. Un mar limpísimo, transparente, de un azul intenso del que enamorarse. Dos callecitas, algunas casas y un bar, al que sabíamos que volveríamos después de darnos unos baños, a reponer fuerzas. Nos fuimos directos al muelle y, no sabemos si fue el día, la ruta, el mar, la regresión a la infancia saltando desde el muelle, la tranquilidad de un lugar con muy pocos habitantes y visitantes… el caso es que fue un momento mágico y no queríamos irnos de allí. Alargamos el día en Alojera todo lo posible, desistiendo de visitar ningún sitio más esa tarde.
Tanto nos gustó que el resto de día que nos quedaba en La Gomera, antes de empezar una nueva ruta, nos preguntábamos: ¿y si, en vez de ir por allí, volvemos a darnos un baño al muelle de Alojera? Nos pudo la curiosidad de seguir descubriendo rincones de la isla, pero una cosa tenemos muy clara: volveremos a Alojera.